RELATO
No me gustaban los animales. Ni me disgustaban. Luego me habló un pájaro.
Me vine a vivir a un pueblo castellano. Sería a finales de los 70 o principios de los 80. Hará unos quince años. Me alejé de la urbe porque me gusta la tranquilidad, aunque no las incomodidades rurales. No vine por la naturaleza, los animalitos y esas cosas. Quería soledad y paz. Me lo monté bien con unos ahorros que tenía. Me hice una casa en la que no escatimé en comodidades modernas.
Fue una noche cualquiera de verano, cuando estaba anocheciendo. Mi parcela tiene jardincito, piscina privada en la parte trasera y acceso directo al camino de arena y otras parcelas desperdigadas por la zona. El perro se acercaba dando bandazos. Se paraba, intentaba seguir, volvía a pararse, hasta que cayó donde comenzaba mi jardín, que no tenía muy cuidado.
Aquello me fastidió bastante. No sólo por perturbar mi tranquilidad y esas tardes que tanto disfrutaba, sino porque aquella situación parecía querer obligarme a actuar. Miré en todas direcciones, pensé en meterme dentro y hacer como si no hubiera visto nada, pero, por lo que sea, dejé mi cerveza en la mesita de mimbre y me acerqué, no sin precaución.
Respiraba desacompasadamente y me miraba asustado. Reconocí a aquel chucho. Era el perro de Marcial, Curro, lo que era un problema añadido.
Marcial no se hablaba con nadie y había tenido problemas con muchos vecinos. De carácter introvertido y explosivo, era poco social, pendenciero y de mala borrachera. Un misántropo silencioso que, por el contrario, adoraba a aquel perro. El silbido, seguido de la llamada alargando la “u” de Curro, era parte de la banda sonora del lugar. Un silbido que hacía semanas que no escuchaba.
Recogí al desfallecido perro del césped y lo metí en casa. Estaba en un estado deplorable del que no me había percatado en un primer momento. Estaba muy sucio, con heridas por todo el cuerpo, sin fuerzas ni para quejarse. Me costó darle de beber, pero lo recibió con ansia. Le di de comer con paciencia. Aquello era un engorro…
No sabía muy bien qué hacer. Había ido a aquel lugar para no tener problemas ni involucrarme en nada, por lo que aquello me puso de mal humor. Dejaría pasar la noche y decidiría al día siguiente.
En la mañana, Curro seguía moribundo, pero sacó ciertas fuerzas para agradecerme los cuidados con unas lánguidas lamiditas en mi mano. Lo dejé allí tumbado y, venciendo a mi deseo, me acerqué a la casa de Marcial. No estaba muy lejos, era otra parcela de tamaño similar a la mía. Me dijeron que estaba ingresado en el hospital, que ya llevaba allí algún tiempo, pero no sabían mucho más. Supongo que aquello explicaba en cierta medida lo de Curro.
Aquel problema de hígado sorprendió a Marcial de imprevisto. Conociendo sus habilidades sociales y numerosas relaciones, el bueno de Curro tuvo que buscarse la vida solo cuando le acuciaron las necesidades.
Cerca de un mes lo tuve en casa. Casi un mes con aquel dichoso animal, dándole de comer, de beber y curándole las heridas, necesitado como estaba de todo, y con el único pago de unos lametones, unos arrumacos y una entrega incondicional. Sí, casi un mes después era yo el que lo necesitaba a él.
Curro, cuando recuperó sus fuerzas, acudía diariamente a la misma hora a la casa de Marcial. Al principio pensé que se había marchado igual que había venido, pero regresó. Un día lo seguí para descubrir su rutina. Vagaba por la casa, olisqueaba y, viendo que Marcial no había regresado, volvía conmigo. Hasta que no volvió…
Era obvio lo que había ocurrido, pero aún así tenía que comprobarlo. Vi a Marcial en la distancia, con Curro acompañándolo vigilante en sus tareas. Aquel silbido tardó en sonar de nuevo, y la llamada era más íntima. Una absurda congoja me sobrevino, pero me recompuse rápido dispuesto a pasar página.
Me sumí en el rencor hacia el chucho durante una semana, pero Curro sí volvió. Regresó todos los días salvo uno. Una semana después estaba sentado en mi jardín, como pidiendo permiso y disculpas a la vez. Al verme contento, se lanzó hacia mí con el rabo enloquecido. Desde ese momento me hizo las mismas visitas que hacía a su casa cuando Marcial estaba convaleciente. Venía, me saludaba, nos dábamos unos cariños y se marchaba con su dueño.
Pero el día que no olvidaré fue aquel que no vino. Un jodido pajarraco me despertó con su estridente chillido, que luego fue definiéndose en una voz de loro. No paraba de repetir la misma frase. Una frase que me dejó perplejo. “Gracias, Juan”.
Tardé un rato en encontrar sentido a aquello. La opción más plausible me parecía imposible, pero probé. Al día siguiente, de nuevo a hurtadillas, me acerqué a la casa de Marcial. Efectivamente, aquel loro era suyo, pero él jamás había tenido loro.
Puede que aquel gesto fuera el que más me ha conmovido en mi vida. Los siguientes días, pensando en aquello, se me caían las lágrimas ridículamente. No era el agradecimiento en sí, era pensar que a aquel tipo asocial, desagradable, se le había ocurrido eso y había decidido hacerlo. Comprar un loro y adiestrarlo. Me imaginaba a ese hombre rudo, que apenas emitía palabra, repitiendo su agradecimiento a aquel pájaro una y otra vez porque se avergonzaba de subir a hacerlo él mismo. Él, que nunca había agradecido nada, que nunca se le conoció un gesto amable o cariñoso, se vio movido a algo que casi le negaba su personalidad porque yo había cuidado de Curro, que era el ser más importante de su existencia.
Nunca hablamos de aquello, ni de nada en realidad. Cuando nos cruzábamos nos limitábamos a saludarnos avergonzadamente inclinando la cabeza, yo imaginándolo con esa voz de loro que me daba las gracias y él pensando que echaba de menos a Curro porque el perro que me acompañaba se le parecía.