REGALAR UN PASADO

REGALAR UN PASADO

RELATO

 

 

 

 

 

 

Todo empezó con una mirada furtiva, como tantas veces. Mientras soltaba un vistazo distraído y sin rumbo fijo lo pillé observándome con atención. Ambos esperábamos el mismo vuelo. Era guapo, pero lo que de verdad me conquistó fue su azoramiento al verse descubierto, cómo intentó disimular torpemente con un leve sobresalto, fingiendo que aquello había sido casual, bajando los ojos y mirando hacia los alrededores tratando de evitarme… pero la tentación no tardaba en vencerle de nuevo. Aquello me resultó encantador e irresistible.

Jamás se hubiera acercado, así que tenía que ser yo quien tomara la iniciativa. Me senté a su lado y lo saludé con naturalidad, lo que él recibió con avergonzado desconcierto.

Así empezó todo. Tras la primera charla rompimos los planes veraniegos para crear los nuestros. Era como si nos conociéramos de toda la vida, como si la plena confianza estuviera envuelta en bello papel de regalo esperando a que la abriéramos. Nos convertimos en la rima perfecta, en todas las rimas posibles.

Con él todo era como verlo y sentirlo por primera vez y, de hecho, muchas veces era así, al menos se comportaba como si lo fuera. Hasta el cinismo se sentía ridículo. Era una extraña magia que iba más allá del enamoramiento novato, una magia que estaba en él y que parecía extenderse allá por donde pasaba, cubriéndome entera.

Me miraba como a su regalo preferido, elogiaba mi sonrisa urbana y mis andares de plastilina. Su agitación era evidente. Contenía una euforia que pujaba por salir, evidentemente, pero que se conformaba feliz simplemente por existir, aunque fuera encerrada. Yo lo liberé.

Me hacía el amor con un rostro fascinado y sorprendido que parecía descubrir una luz en mí, una luz que yo jamás vi. Eran unos ojos intensos, una sonrisa agradecida y generosa y un olor, aquel olor, que me envolvía todo el cuerpo. Y luego los cómplices silencios de dedicadas caricias, miradas traviesas y susurros intencionados, puntuados por su risa bonachona llena de vocales abiertas. Ho ho ho…

Las noches se fundían con los días en largas conversaciones, paseos sin rumbo y miradas eternas, recorriendo ajenos al lado de eso que llaman mundo donde estabais todos los demás. Mirábamos las estrellas, mirábamos las luces, nos mirábamos a los ojos… y lo hacíamos todo desde lo que llamábamos nuestros rincones, lugares que sólo eran especiales porque estábamos nosotros. Lugares ocultos, oscuros, incluso feos, a los que nosotros poníamos luz y belleza. En aquellos impetuosos días viajamos por varias ciudades, y en todas sellamos decenas de aquellos rincones como posesiones nuestras. Tierra conquistada.

Me pareció vivir varias eternidades en unos pocos días, un desenfrenado frenesí que a la vez me hacía sentir un sosiego y una seguridad que casi resultaban obscenas. En él podía empezar y terminar todo, él sabía cuando tenía que estar y cuando no…

Y un día desapareció. No hubo explicaciones, no hubo palabras ni motivos, no hubo excusas. Un día, al levantarme, no encontré a aquel guardián de mi sueño que parecía no dormir nunca.

Aquello me dolió, me sentí utilizada y humillada, ridícula. No entendía nada. Me di cuenta de que no sabía casi nada de él, al mismo tiempo que sabía y sentía que lo conocía a la perfección, una extraña convicción fuera de toda duda y lógica. No tuve noticias suyas… hasta esa Navidad.

Al despertar junto a mis padres y mis hermanos para abrir los regalos, encontré uno envuelto en papel rojo donde se distinguía el dibujo de mi rostro. Nadie parecía habérmelo comprado porque ninguno se hacía responsable. Cuando lo desenvolví supe que era suyo. Aquel olor.

Intenté buscarlo, creedme que lo intenté, pero en aquellos días no había móviles, aunque él nunca me dio su número ni su dirección. No hubo manera. Me agarré a vagas pistas de nuestras conversaciones dando tumbos. Busqué en Turquía, Italia, los países nórdicos… Necesitaba saber qué había pasado, por qué había pasado…

Y lo que pasaron fueron los años. Acabé conociendo otros besos a los que me había negado, rehíce mi vida, varias veces, tuve dos hijos y fui moderadamente feliz dentro de una vida cómoda y real que se sostenía en un recuerdo. Y en cada Navidad, sin faltar ni un solo año, tenía su regalo. Siempre igual, envuelto de la misma manera y con aquel inconfundible olor. Desde luego, en aquellas circunstancias, procuraba mantener aquellos obsequios en secreto para evitar preguntas indiscretas para las que no tenía explicación, aunque no siempre lo lograra.

Sólo fue algo más de un mes. Un verano. Mi verano. Sólo unos días en toda una vida, pero a veces un recuerdo sólo necesita un instante para hacerse eterno… Otros, en cambio, pujan largos años por hacerse sitio, cayendo en el más indiferente de los olvidos. Aquel fue mi recuerdo perenne.

Y ahora que soy una abuela, una abuela muy vieja, de pelo cano y arruga marcada, sigo esperando con la misma infantil ilusión, con los nervios de una niña pequeña y una bobalicona sonrisa, ese regalo que sé que llegará la mañana de Navidad, esté donde esté, viva donde viva, envuelto en su papel rojo, con mi rostro dibujado y una nueva foto de aquellos rincones que conquistamos, tal y como los recordaba, como los veía en mi cabeza, como los sentía.

 

sambo

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