CINE
Por JUVENAL GARCÍA
Se habla ahora de ese engendro –en el que yo, como profesional, también colaboro: hay que comer– llamado “experiencia”. Antes ibas al zoo, al parque de atracciones, al cine, al teatro, al parque de los columpios. En el zoo veías animales; en el parque de atracciones la montaña rusa; en el cine veías una o varias películas, films o cintas; en el teatro, obras de teatro que, además, estaban protagonizadas por un elenco numeroso, lo creáis o no; finalmente en el parque de los columpios había columpios. Ahora no: ahora hay que vender la experiencia parque de atracciones, la experiencia cine, etc. La experiencia zoo no, porque los animalistas se nos enfadan y tal. También pasa con los aviones, los trenes, los coches… la experiencia.
Estas memorias tienen el deber de recordar que hubo un tiempo en el que ir al cine era eso. Ir al cine. Y como pasa con tantas cosas, ir al cine de estreno a un cine de campanillas que estaba situado en el centro, era un ritual –que ya hemos descrito en otra parte—pero no una experiencia. Y había muchas cosas que ahora no están en esa experiencia que dicen los de marketing.
Lo primero que había en un cine de estreno era una persona, casi siempre una mujer, que vendía los billetes, tickets o entradas para eso: para entrar en la sala. Como el cine era ya el mayor espectáculo del mundo, las salas eran lujosas, con mármoles, dorados, grandes halls abiertos a un público de todas las clases y edades. Esa señora, a quien le importaba tu vida un pimiento, a veces se compadecía de ti si te faltaban unos durillos para completar la entrada, si no sabías a qué hora empezaba la función o si se habían acabado las butacas y sólo le quedaba el entresuelo. La taquillera, como era su denominación, está en peligro de extinción tal como la conocimos.
A la entrada, entre cuerdas de terciopelo sostenidas por barandillas de latón dorado, tras unas puertas de madera de pino teñidas con nogalina para que parecieran de caoba, esperaba una segunda persona, que no es como la que a veces se encuentra uno ahora. Tenía un uniforme de recepcionista de hotel de gran gala, con botones dorados, azul marino el traje y, a veces, gorrillo estilo ros, con visera incluso. Algo que te hacía pensar en que estabas a punto de entrar en un mundo grandioso, emocionante, de alto copete, donde entran sólo los elegidos. Ahora hay chavalitos con blusas corporativas, si no hay un lector de códigos QR o de barras, que hay que ahorrar.
Una vez cortado el trocito de entrada (el resto, si era tu primera vez con ella o para una película de las importantes, o ambas cosas, lo guardabas como oro en paño en tu carterilla), pasabas a un gran hall con alturas descomunales, mármoles de todos los colores y, a un lado, veías el guardarropa, donde señoras y caballeros dejaban el abrigo, el gabán y hasta el sombrero a cambio de un papelito o una chapita numerada. Cuando eres un crío esa chapita te parece una especie de presente de confianza ciega: ¿cómo se podían fiar tus padres o tus tíos de esa chapita para recuperar lo que dejaban a ese señor o esa señora tan amable y despreocupada? Misterio. En los cines de sesión continua y/o de barrio de eso no había. Y estaba muy bien, porque los abrigos o chaquetas se usaban para guardar el sitio a tu amigo el tardón, a tu hermana la meona o a tu primo el despistado. Ahora esos huecos suelen estar ocupados por las tiendecitas de “merchandaisin”. O no están, depende.
En el lado opuesto del guardarropa, estaba lo que ahora se llama bar o cafetería, pero que en un sitio de tanta grandeza y esplendor, el templo donde la pantalla de plata nos mostraba a las diosas y dioses del olimpo cinematográfico –y también por herencia del teatro–, se llamaba ambigú. Cuando en las películas largas o entre dos películas se hacía un descanso, la pantalla decía eso: “visite nuestro selecto ambigú”. Nada de mostradores con palomitas y colas. Nada de cocina rápida. El ambigú ahora no existe. Hay eso: mostradores que venden comida basura de la que hace ruido y huele. En algunos sitios hasta se cena medio tumbado. El horror.
Cuando estabas a punto de sumergirte en la penumbra del patio de butacas (o habías trepado al entresuelo, depende), te esperaba un señor o una señora con un uniforme diferente al de los guardianes de la puerta. Normalmente era un uniforme rojo y negro, no sé por qué. La persona en cuestión, normalmente un hombre mayor (para nuestras edades de entonces, un auténtico anciano), alumbraba una linternilla y nos conducía, tras un rápido vistazo a los papeles a los que faltaba un trocito y que se quedaba en la mano, a nuestras numeradas butacas. Cuando nos devolvía las entradas era menester dejar en su mano, a cambio, una propinilla. Si ibas con la novia lo normal era estirarse, si ibas con los amigos, tratar de pasar primero o segundo del grupo y mirar distraídamente al infinito: “paga el último”. Como también explicamos con anterioridad, los acomodadores –y de ahí el uniforme– eran los guardianes de la sala y, por tanto, los que echaban a gamberros, silenciaban a ruidosos o velaban por la moral y el comportamiento cristiano de los asistentes. Atendían a la voz “¡acomodadooooor!” si había algún problema o conflicto. Ahora los que te esperaban con la blusilla corporativa ahí fuera están también dentro, pero no sabes para qué, porque te tienes que acomodar tú solo mirando números ínfimos y mal iluminados y buscando el número de butaca, impreso, en chapa, con luz o al tacto. Hay de todo.
En tiempos muy, pero muy antiguos, antes de los anuncios de Movierecord pasaban unos chavalines de doce o catorce años con unas cestas y neveras portátiles vendiendo cosas de picar: pipas, helados, pralinés (Jardiel Poncela dixit), palomitas (cotufas) y otros elementos. En los cines donde se podía fumar (escasísimos y a los que sólo sobrevivió durante un tiempo la Filmo cuando estaba en el Manzanares), tabaco y chicles de mentol. Eso, afortunadamente, tampoco existe: la gente compra el ruido de masticar en las antesalas con monitores.
Una vez sentado en tu butaca, olías en la penumbra un olor de ambientador/limpia aires, el ozono-pino que también Jardiel usó para construir un verbo solipsista en su Eloísa… Libro que, al menos en su primer capítulo, deberían leer todos los que se quieren dedicar a hacer o escuchar el humor. Cuando los acomodadores dejaban de ozonopinear, las luces comenzaban a apagarse despacito y se oía el leve chirrido del telón que iba descorriendo la pantalla. La gente comenzaba a chistar para hacer callar a los conversadores despreocupados. Se iba haciendo el silencio y entraba el león de la Metro, la señora de la Universal… Y entonces empezaba, con un cosquilleo, esa emoción indecible que me asalta desde aquella película de Topo Giggio que vi con mis padres. Se anunciaba la magia.
Y esa magia que se anuncia, afortunadamente, sigue provocándome ese cosquilleo.