RELATO
–¡Feliz Navidad, papá!
De pequeño adoraba la Navidad, luego la odié bastante y ahora…
Recuerdo mi infancia con felicidad, aquellos primeros años con la emoción de las vacaciones, el ambiente emotivo y festivo, los regalos de Reyes, las visitas y el estar todos juntos haciendo cosas con el frío del invierno. Un recuerdo vago, pero agradable.
Luego murió mi madre y todo cambió. En realidad, no sé si fue por eso o mi cambio fue antes, pero la Navidad dejó de interesarme. Llegaron el escepticismo, las revelaciones, la pre-adolescencia que agudizó mi estupidez… Aquellas fechas pasaron a ser un coñazo, una obligación por la que pasar y en la que exhibir mi peor cara. Aquella altanería absurda me acompañó muchos años, cabalgué mucho tiempo por encima de todo aquello montado en la grupa del cinismo. Casi gozaba con cada desplante a mi padre, aunque ni siquiera creo que fuera algo novedoso en chicos de mi edad.
Sí, cuando falleció mi madre todo cambió. Los esfuerzos de mi padre por simular normalidad me parecían patéticos, ridículos, y en Navidad me parecían especialmente calamitosos. No es que nos lleváramos especialmente mal, convivíamos sin excesivos problemas, cada uno por su lado…
Cuando me fui de casa nunca perdí el contacto, nunca hubo un enfrentamiento. Mi padre aguantaba todos mis retos, mi violencia pasiva y mi comportamiento disperso con un estoicismo digno de encomio. Siempre me mandaba un regalo de Navidad. Me compraba regalos que me horrorizaban, que me sacaban de quicio incluso, desde niño hasta que fui adulto, pero jamás dejó de hacerlo, inasequible al desaliento, hasta que no pudo hacerlo más.
En realidad, siempre quise mis regalos, incluso los esperaba, pero mi recibimiento era la crítica y la burla por norma, sobre todo cuando era niño. Luego la indiferencia y la petición de que no mandara más. Nunca hizo caso.
Mi vida era disoluta, vagaba de acá para allá regalándome vicio y huyendo del compromiso. Así estuve muchos años. Entonces mi padre enfermó. No fue muy grave, pero lo traje a vivir conmigo, eso sí, con la firme decisión de no cambiar ni un milímetro mi forma de vida. Aquello era como infligir un castigo para una pena inexistente, pero me complacía. Él tampoco cambió en lo más mínimo. Se adaptó a la perfección, hizo su vida, no se metió en la mía y cuando la circunstancia era propicia charlaba hasta la extenuación. Y en Navidad, por supuesto, llegaba con mis regalos.
Lo curioso es que, con el tiempo, aquellos son los regalos que más recuerdo. Aunque no me gustaran y mostrara mi desprecio, siempre los aceptaba, como si aquel presente me obligara a un compromiso irrenunciable… No tiré ni uno sólo de todos aquellos regalos, y la gran mayoría aún los conservo en buen estado.
Aquel reloj Casio que me compró 30 años después de que estuvieran de moda, esa camisa de flores que lleva décadas en mi armario sin estrenar… Algunas cosas incluso comencé a usarlas, como esa pluma que encontré en un cajón, que debió regalarme cuando era un crío, con la que escribo mis tonterías…
Ya estoy lejos de ser un jovenzuelo y mi padre es muy mayor. Tiene muchas lagunas y cada vez se acuerda de menos cosas. Sin darme cuenta llegó su declive. Me dio miedo ver envejecer a mi padre, al que consideraba indestructible. En estos últimos años fui cambiado mucho, aunque resulta difícil darse cuenta de los cambios propios. Pasaba mucho tiempo con él y hacíamos cosas juntos a diario. Me vi escuchando de verdad las historias que me había contado miles de veces, pero seguía siendo exigente con sus crecientes torpezas o confusiones. Lo achacaba… no sé muy bien a qué.
Cuando se desconectó de la realidad completamente, entré en pánico. Fue como si una inmensa soledad, que antes nunca me había importado, quizá porque nunca fue real del todo, me cubriera y no me dejara ver nada. Cada vez hablaba menos, era disperso y, a la vez, tremendamente tierno. Cada vez me costaba más centrarlo, despertarlo… Hasta que…
“¡Feliz Navidad, papá!”. No suelo hacerlo en días consecutivos porque a veces se acuerda del día anterior, pero… ahí está, ahí está esa mirada luminosa, lúcida, pícara.
–¿Te he dicho que me encanta la Navidad, hijo?
Lo descubrí por azar hace tres años. Al llegar la Navidad, al recordárselo, algo pareció conectarse en su interior. Volvía a ser el de siempre. Contaba historias pasadas de las anteriores Navidades, sobre todo en las que estaba mi madre. Aquello me impresionó, tanto que tardé días en reaccionar.
Mi padre hablaba muy pocas veces de ella, de nuestro tiempo juntos. Lo cierto es que yo nunca se lo había pedido, era como el último muro en la distancia que había marcado y que nunca me vi capaz de afrontar. Oírlas de su boca, con aquella emoción y entusiasmo, me trastornaron y desvelaron mis carencias.
Desde aquel momento, cada pocos días celebré la Navidad junto a él. Me contó centenares de anécdotas e historias. Muchas veces las mezclaba o contaba de forma diferente, lo que me molestaba un poco, como cuando a un niño le varían su cuento favorito antes de dormir.
Hoy es cinco de agosto, un día perfecto para celebrar la Navidad. Aunque ya me conocía todas esas historias, esta, en cambio, era nueva.
–Yo nunca me preocupé por esas cosas… Pasaba, la verdad… Era ella la que os compraba los regalos, miraba qué os gustaba, creaba la magia y nos envolvía a todos. Casi nunca compraba lo que pedíais, le encantaba hacerlo así. A mí eso se me dio regular, pero me pidió que no dejara de hacerlo nunca, que siempre estuviera ahí, que lo intentara, así que no podía negarme a concederle ese regalo.
Quizá el próximo lunes volvamos a celebrar la Navidad. Creo que mientras dure nunca me cansaré de celebrarla. Necesito recordarla, pero recordarla a través de él, recordarla porque él la recuerda.
Nunca sabemos disfrutar de los momentos, hasta que pasa algo malo o nos falta alguien cercano. :'(
Vive la vida, pero siempre cerca de ellos, que son los que más nos quieren y harían cualquier cosa por nosotros.
Bonito y emotivo relato!
Muchas gracias, querida amiga. Así es. Y los nuestros, además, son una generación increíble.